Comienza el fuego una vez más. Ella permanece en el límite exacto entre el nerviosismo y la ansiedad. Camina de lado a lado en la habitación. Se sienta en su cama, frotando sus húmedas manos en el gastado jean. Pero eso no basta. No la tranquiliza. Insiste en pararse y volver a caminar.
Una bocanada, dos, tres. Se siente poderosa, valiente. Imagina que abre su puerta y lo enfrenta, hasta que un grito interrumpe sus utópicos pensamientos. Se paraliza; esas palabras, esa voz, erizan su piel, aceleran sus pulsaciones y no se permite pensar con claridad. Ahora permanece en el suelo, junto a su cama. Entre sus rodillas esconde la cabeza. Se siente abrumada, golpeada por los recuerdos de su infancia. Los odia, lo odia, se odia. Recuerda esa mirada tan oscura, siniestra que la obligaba a callar. Llegar de la escuela, apresurarse con su merienda para encerrarse en la pieza y estar lista para la función, los gritos llegarían a las seis.
Los juguetes carecen de sentido, muñecas, peluches, juegos de cocina, nada resulta importante porque no la entretienen. Se pregunta por qué su casa está sumergida en este infierno. ¿Será igual la de sus compañeros de escuela?No lo sabe, pero sí tiene seguridad de que no debe preguntar. Inmediatamente la voz de su madre vuelve a su mente con la frase que más escuchó: - Papá se enoja seguido, pero te quiere, a su manera nos quiere. Inés calla, sólo la mira. No comprende tanta ingenuidad. Vuelve en sí. Inés levanta la cabeza de entre sus piernas. Seca el sudor de su nuca y convierte su pelo en un improvisado rodete.
Una bocanada, dos, tres. Su bronca y miedo se potencian, al punto de dejar escapar un llanto ahogado, oprimido. Se mira en el espejo e intenta secar sus lágrimas. Su cara ya no es su cara. Está llena de ira, de dolor, sus ojos hinchados y colorados, la desfiguran aun más.
- ¡Inés, Inés! Los gritos de su madre otra vez la perturban. Gritos desesperados clamando piedad, pero Inés aun no puede abrir la puerta. - ¡Callate de una vez, hija de puta! Y una seguidilla de golpes se oye. Pasos desesperados por toda la casa, sillas que se caen, un vaso que estalla, llantos, gemidos, súplicas. Nada parece hacer reaccionar a Inés.
Una bocanada, dos, tres. El fuego del cigarrillo está cada vez más próximo a sus dedos, ya puede sentir el calor llegando a su piel, el sabor más concentrado en su boca, y el dolor del pecho insiste en persistir. Sabe que tiene que actuar, pero se paraliza, duda, llora y se convierte en la cobarde que todos los días pierde la misma batalla.
Una bocanada, dos, tres. Ya no tiene tiempo. El escenario es penoso. Su madre llora como un bebé recién nacido: llanto corto, ahogado, constante. Mira su mesa de luz con un desprecio aun mayor que a su padre. Allí permanece la biblia, junto con el rosario blanco que su madre le obsequió cuando niña. Lo mira, lo aborrece. Una vez más se pierde en sus recuerdos. Noches infinitas en las que rezaba, en las que suplicaba simplemente que todo terminase. Hágase tu voluntad en el cielo como en la tierra. ¿Acaso ésa era la voluntad de Dios? ¿Por qué? ¿Debía merecerlo? No hay respuestas, nunca las hubo. Recuerda claramente cómo, luego del llanto y el pánico, llegaba la calma plena abrazada a su peluche y al crucifijo. Hoy, esos paupérrimos objetos no la rescatan.
Una bocanada, dos, tres; lee la frase que escribió en su cuaderno la noche anterior.
“Pienso que si existiera un Dios, habría menos maldad en esta tierra. Creo que si el mal existe aquí abajo, entonces fue deseado así por Dios o está fuera de sus poderes evitarlo. Ahora, no puedo temer a un Dios que es malicioso o débil. Lo reto sin miedo y me preocupa un comino sus rayos”. - Marqués de Sade.
Esas palabras le dan toda la valentía que necesita. Toma el arma, abre la puerta. Ahora es su padre quien de rodillas, suplica. El humo se dispersa en una bocanada, dos, tres.
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