Primero un poco
de historia
La
historia de la cultura occidental es la historia de la dominación de los
cuerpos. Si tenemos en cuenta el papel de la ideología imperialista católica observamos,
con León Rozitchner en “La cosa y la cruz”, que acompañó los procesos de
acumulación de capital, lo que no pudo darse sin un sometimiento continuado de
las masas populares expropiadas de sus medios de vida. Es decir, no se puede
pensar el sistema de dominación capitalista sin tener en cuenta la ideología
católica en la historia y en el presente.
La
religión ha tenido un rol más que significativo en cuanto a la construcción de
los mecanismos de dominación ideológica sobre la población. Si pensamos en los
mandamientos católicos, observamos un intento de reprimir el cuerpo, de
limitarlo, de trazar las fronteras de la satisfacción de sus propios deseos.
Como dice el pensador argentino citado con anterioridad, al instaurar el
sentimiento de culpa adentro de cada uno, el poder empieza a dominarnos desde
adentro. Se alimenta de la culpa por nuestros pecados.
Es
el cuerpo propio, entonces, el campo de batalla en donde se juega nuestro
sometimiento al poder y nuestra libertad. El poder, entonces, no siempre es
algo exterior, y allí radica la efectividad de la dominación, forma parte de
nosotros, de nuestra propia identidad, nuestros ‘valores’, nuestra moral. Como
diría Faulkner en una de sus novelas “como hacemos con el caballo que nos
conduce por un terreno arbolado, y al que solo dominamos cuando le hacemos creer
que somos nosotros, y no él, los más fuertes; cuando le impedimos percatarse de
su poder”, así parece actuar el poder sobre nosotros mismos. Y ello porque no
lo vemos tal cual es, no vemos que si funciona la dominación es porque hay una
colaboración de los sometidos. Ignoramos nuestro propio poder colectivo, que
radica en nuestra corporeidad común.
Todo
el tiempo le prestamos el cuerpo al poder para que nos siga dominando. Y el
poder del imperialismo católico, para poder dominar, ha robado los cuerpos. Es
decir, los ha mutilado de la misma manera que el poder del sistema de
explotación capitalista. Pero no son poderes ajenos uno del otro, sino dos partes
de lo mismo. Pensemos que la instauración del modelo de familia patriarcal no
ha podido darse sin la colaboración de ambos sistemas de dominación. El cuerpo,
pero sobre todo el cuerpo de la mujer, es el territorio del pecado. Por eso a
lo largo de la historia occidental vemos cómo han podido ir variando las
distintas formas en que los poderes instituidos han logrado reprimir el cuerpo.
Eva
fue la primera mujer revolucionaria cuando, desobedeciendo al poder, da rienda
suelta a la tentación y come la manzana prohibida. Sin embargo, pareciera que
esa rebeldía inicial le enseñó al poder que no se podía confiar en ellas, que
había que perfeccionar los mecanismos de represión. El modelo ideal de la mujer
dentro de la Iglesia luego fue la virgen, quien procrea por obra divina. El
relato mitológico de la concepción de Cristo da cuenta de esa expropiación del
cuerpo a la mujer. En ella todo es espíritu, separado, del cuerpo. Es una mujer
asexuada.
Esto
sigue, por ejemplo, con la concepción renacentista del cuerpo. El Hombre se
mira por primera vez los órganos, se divide el cuerpo parte por parte, se lo
disecciona, se lo clasifica, se lo descompone y pierde su unidad. No es un
todo, son partes de un mecanismo. Y en el dualismo cartesiano persiste la
dualidad alma-cuerpo. El cuerpo, entonces, siguió siendo la cáscara, el envase
de algo superior: Razón, Espíritu, Alma.
Es
decir, no sólo la cultura capitalista ha expropiado a los seres humanos los
medios de vida, lo ha separado de la tierra para incluirlo en el sistema de
producción en las fábricas, sino que también le ha expropiado su propio cuerpo.
Los poderes dominantes intensifican esa expropiación y así acallan todas las
potencialidades liberadoras de un cuerpo. Pero, insistimos, esa coerción no
viene de afuera. Lo que viene de afuera es solo la amenaza, la afección de
temor, el terrorismo. La culpa ya ha sido instaurada y seamos o no adeptos a
tal o cual credo, las normas morales ejercen presión en la cultura en que
vivimos. En la Edad Media el terror era la amenaza del infierno, y cuando las
cosas se iban de la mano, cuando el caballo comenzaba a sospechar que el jinete
no fuera tan poderoso como parecía y que podía elegir la dirección de su propio
galope, entonces la hoguera, la Inquisición, y también sus formas de dominación
en los cuerpos indígenas tras la conquista en América.
En
la misma dirección, las libertades sexuales nunca parecieron gustarle al poder
imperial católico. El orgasmo femenino, ha sido siempre el sonido de la mujer
pecaminosa en la ideología imperialista católica. El cuerpo, y sobre todo,
insistimos, el cuerpo de la mujer, no le pertenece, sino que ha sido propiedad
del Espíritu Santo. La mujer ha representado la pureza, vestida de blanco en el
altar, y su cuerpo (con el que hay que tener cuidado, porque tienta) está
cargado de sexualidad que hay que reprimir. El niño es arrancado del cuerpo de
la madre y la cultura lo mete en el mundo adulto, macho, y así se empieza a
reprimir lo femenino de su cuerpo. Allí empieza a comprender las reglas morales
del mundo burgués, blanco, macho, y comienza a diferenciar lo bueno de lo malo,
lo pecaminoso del camino recto, acepta la heterosexualidad obligatoria además
de la libertad, en tanto macho, de gozar del cuerpo disgregado y reprimido de
la mujer.
Pero
también aprendemos, en tanto machos, a permanecer dentro de nuestra esfera
masculina en la vida cotidiana. Cada cultura traza los límites de la moralidad,
establece modos de relacionarse con aquello que amenaza el orden social. Por
eso el macho no puede acercarse a la sangre menstrual de la mujer, no es cosa
de machos, está fuera de la esfera masculina que traza la cultura. Por eso
mismo ha sido a lo largo de la historia algo a lo que el macho no puede
acercarse sin perder cierta cuota de masculinidad. Debe alejarse de la impureza
de la sangre femenina e, incluso, es bueno tampoco hablar de ello.
En
la relación del macho con el cuerpo de la mujer podemos ver los
condicionamientos culturales que, a través de nuestros cuerpos, el poder nos
moldea desde nuestra propia subjetividad para someternos. El cuerpo del macho
tampoco goza de libertad mientras que el de la mujer es reprimido. El cuerpo
masculino también ha sido diseccionado en partes, clasificado por la cultura,
una parte de él reprimida. Se constituye el macho protector, proveedor tanto
del sustento económico como de semen. Porque son cuerpos, los nuestros, despedazados
en partes. Conjuntos de órganos encerrados en la piel. Los cuerpos son
atomizados. Es decir, no es aquello a partir de lo cual nos conectamos con los
otros seres humanos y con la naturaleza, sino aquello que nos separa. El poder
nos individualiza, nos encierra en nuestro propio cuerpo reprimido cortando los
lazos de conexión.
Retomando
a Freud, Rozitchner nos habla de un ‘cuerpo común’. El poder de la Iglesia y
del Ejército, todas las instituciones disciplinarias de nuestra sociedad,
buscan romper el cuerpo común en unidades dispersas. Lo mismo que sucede, a su
vez, con el cuerpo individual de cada uno, descompuesto en partes orgánicas. Este
divisionismo es el modo en que el poder nos domina desde adentro y “el cuerpo
de los hombres que se rebelan debe ser devuelto a los límites precisos de su
propia piel que la tortura impone y marca frente al desborde y la osadía, y en
vez de ser superficie de contacto y relación, sólo debe serlo, picana mediante,
de exclusión y separación”.
Una crítica
acorde a nuestros tiempos.
En
la actualidad, el poder actúa sobre la apariencia de libertad. No podemos dejar
de lado la influencia que ejerce el poder imperialista católico aun hoy en
cuanto a la expropiación de los cuerpos, sobre todo el de la mujer. No es ella
la que decide sobre su propio cuerpo, es el Estado bajo la influencia de la
Iglesia. Es este poder el que, aun hoy, sigue matando a muchas mujeres a las
que condena al aborto clandestino.
Pero
también la industria cultural impone nuevas formas de domesticación. Mientras
todo se mercantiliza en la sociedad de consumo, el cuerpo también. Los formatos
estereotipados de belleza que se nos impone siguen reproduciendo la
expropiación de nuestros cuerpos porque siguen apareciendo, bajo la ilusión de
la libertad, diseccionados en partes, en tetas, culos, bocas, panzas, cinturas,
muslo. Estamos alienados de nuestro propio cuerpo.
Si
decíamos que el poder actúa desde adentro de nosotros mismos, debemos pensar
que la dominación radica en que esos estereotipos cosificados se instauran como
deseables en nuestra cultura oficial actual. Nuestros cuerpos desconcetados
buscan asemejarse a esos ideales que están detrás de las pantallas televisivas
y arriba de los escenarios y, así, colaboramos con nuestra propia domesticación.
Todo lo que tiene de rebeldía nuestro cuerpo queda silenciado, reprimido dentro
de la jaula que esta cultura fabrica.
“Nadie
sabe cuánto puede un cuerpo” decía Spinoza. Precisamente, está atrapado en esa
jaula en donde es moldeado para dominar más efectivamente. Nadie sabe cuánto
puede un cuerpo porque en la cultura dominante está reducido, reprimidas sus
potencialidades liberadoras. El poder sabe que es peligroso, sobre todo el
cuerpo colectivo. Por eso lo individualiza, lo selecciona, lo pone en el centro
de la escena, lo sube al escenario, lo pasea ante las cámaras, lo hace
desfilar, lo mide, es decir lo cuantifica, lo rompe en distintos planos y lo
destaca en tomas fotográficas o enfoca un movimiento, le da brillo, le imprime
la marca masculina con lencería erótica, le da color y le corrige las marcas
indeseables con maquillaje, lo estira aquí, lo reduce otro poco allá, le exige
la risa, borra del cuerpo todo lo que tiene de rebeldía, lo mercantiliza, es
objeto de consumo. Es el cuerpo negado a la mujer del ideal católico, es el
cuerpo despedazado del dualismo cartesiano, es el mismo cuerpo vuelto mercancía
del consumismo capitalista. No es cuerpo. Es carne humana cosificada.
También
los poderes locales fomentan este negocio que sirve para domesticarnos. No solo
los grandes medios de comunicación ejecutan día a día esa condena de nuestra
propia corporeidad reducida a cosa individualizada, sino también aquellos
eventos culturales que premian modelos de belleza.
Llama
la atención el silencio cómplice de los organismos del estado, de los
funcionarios, de los militantes del oficialismo y opositores, que podrían
contribuir a rever esta situación. Más allá del cotillón con que se adorna el
discurso progresista, la sola existencia del concurso de ‘belleza’ que se
repite año a año cada 19 de marzo, es la clara muestra de la hipocresía con que
se maneja el poder para mercantilizar los cuerpos. Claro que estos eventos
tienen la complicidad de los ciudadanos que se congregan a aplaudir estas
bajezas, pero los responsables principales son los funcionarios que, en su
tarea ejecutiva para la que fueron designados, siguen gastando las
contribuciones tributarias en perpetuar nuestra mediocridad para domesticarnos
mejor.
Desde
el intendente municipal hasta la Secretaría de Cultura y los organismos
municipales que dicen representar las problemáticas de género, pero también
todos los colaboradores ‘militantes-funcionarios’ que no pueden no ver este
hecho más que evidente. Ni siquiera hubiera sido necesaria hacer una mención
histórica para que todos pudiéramos verlo.
Hasta
cuándo se va a seguir con este espectáculo bochornoso? Hasta cuándo van a
seguir con el negocio de concursos de belleza que les sirve para fomentar a su
vez el negocio de las ‘escuelas de modelo’? Al menos, no podemos ya decir que
no somos conscientes de esto, ya no podemos regodearnos en nuestro cinismo. O
acaso hace falta tanta teoría para entender el efecto nocivo que tiene para los
jóvenes que ven en eso un modelo a seguir, que ven en eso la marca de su propia
frustración en la imposibilidad de adecuarse a lo que premia nuestra cultura?