En los platos
quedaban sólo las sobras, ya podían descansar, no era ésta la suerte de las
copas que se llenaban y vaciaban de tintura. Ellos hablaban con un tono
elevado, propio de quienes bajan el volumen de los sentidos y se dejan llevar.
Los ojos semiabiertos hubieran engañado al que pensara que en cualquier momento
se dormían, porque en realidad todos, las tres damas y los dos caballeros,
estaban igual de atentos a la discusión.
—Que
Dostoievski es igualito a Tolstoi, dice, ¡Qué barbaridad! Bah, sí. ¡Los dos son
rusos!
La otra lo
miró y sacudió la mano en un gesto que decía, no me interesa lo que pienses. La
más joven tosió y dijo que ahora era su turno de leer lo que había escrito.
Escucharon. Cuando terminó, una lloraba, quién sabe cuánto tenía que ver la
tintura, o el recuerdo o una sensibilidad tan hinchada como el hígado. Después,
como tantas otras veces, compararon: Borges y Sábato, García Márquez y
Saramago, Hemingway y Fritzgerald. No podían resultarles distintos porque
crecieron con la cualidad, ¿cualidad?, de poner algo por encima de otro algo,
como en escalones, y no concebían la posibilidad de estar hablando, en
realidad, de diferentes escaleras. Los libros, al ser mencionados, parecían
apilarse sobre la mesa, y los autores espectrales se acercaban a escuchar; a
veces, cuando no les gustaba lo que oían sobre sus obras, se marchaban sin más,
insultando según cada idioma.
—¿A quién
van a votar?
Si la
pregunta hubiera sido una locomotora, estos hubieran sido sus vagones: no sé;
la verdad que no estoy segura; a nadie; no quiero ni pensar que de acá a un año
hay que votar. Nótese que pese a formular distintas respuestas con sinapsis
gramaticales variadas, las cinco personas coincidían en sus aseveraciones, y,
si se quiere, a la vista de una pregunta que no parece indicar convicción, el
hombre que la formuló no cae lejos del árbol. Pero ¿por qué esa pregunta? ¿De
dónde provino? Quizás su silencio durante la velada era causado por ése
interrogante, una duda al respecto que le molestaba y decidió compartir. Ahora
entre ellos rondaba una conversación aparte, una conversación, llamémosle,
fantasma, que acontecía aunque no se escuchara:
—¿Dónde cabe
la palabra obligatorio en una democracia?
—La responsabilidad
civil, eso lo vuelve obligatorio. No es tanto más una ley sino un valor moral
en cada uno de nosotros, nos guste o no.
—Yo le
llamaría responsabilidad social.
—Cada cuatro
años la misma historia. La cola que no avanza, los tarados que se masturban en
el cuarto oscuro, los fiscales indolentes, el carnaval en los medios…
—Insoportable,
inaguantable, insufrible.
—Te faltó
ineluctable.
De esa
conversación metafísica, como si de dos mundos paralelos uno mudara algo al
otro, se trasladó un comentario a la conversación real:
—Nos
conocemos. Puedo decir, sin miedo a que disientan, que no nos interesa votar a
nadie. Votamos porque tenemos que.
Los cerebros
de los otros cuatro prendieron la luz de la queja políticamente correcta, pero la
irreverente verdad del comentario los hizo callar.
—Entonces
pienso, divago, enloquezco, que debería haber un partido para gente como
nosotros. Un partido donde puedan dejar su voto aquellos que no quieran votar
porque no confían en los sinvergüenzas, o aquellos que no les interesa pero lo
hacen para sentirse responsables.
—¡Para eso
está la izquierda!
Rieron.
Algunos más, otros no tanto.
—No, en este
partido nadie querría gobernar. No interesaría. Es sólo una urna para que la
gente se sienta cívicamente responsable y que a la vez no tenga que elegir por
elegir, o caer en el engaño de votar en blanco.
—Me gusta.
—Hagámos eso
entonces.
Risas.
—Sí…
—Un partido
apolítico.
—¡Ahí tenés
el nombre!
Carcajadas.
—Al frente
el Partido Apolítico, ¡carajo!
El que haya
experimentado una noche de botellas vacías estará de acuerdo que la mañana
siguiente trae consigo el desconcierto, la jaqueca, por qué no la risa y tantas
veces, tantas, el arrepentimiento. Sea una secuela u otra, es innegable que las
noches de botellas vacías siempre traen algo consigo, y ese algo no es
necesariamente un visto bueno a lo hecho horas atrás. Bien, los perseguidores
de excepciones a la regla tendrán, en este caso, una más para anotar en sus
cuadernos: los cinco, tan lúcidos como la sobriedad permite, estaban de nuevo
ante la mesa haciendo planes sobre lo que acordaran la noche anterior. Al
parecer, eso que sonaba tan chistoso, por no llamarlo ridículo, logró seriedad
con la almohada, lo que nos dice mucho de las verdaderas aspiraciones de lo
ridículo. Sonaron los teléfonos uno tras otro convocando la reunión, para el
tropiezo del sol estaban dialogando sobre los rudimentos del Partido:
iniciales, colores, lema, mensaje, y demás. Lo que trajo más complicaciones fue
la elección de los líderes, porque ninguno quería serlo. De haber sido por
ellos dividían el liderazgo, pero las reglas dicen que debe haber una fórmula
con sus respectivas jerarquías, y entonces no tuvieron elección. Todo se
decidió, en lo que resultó el momento más silencioso de la jornada, por sorteo;
escribieron sus nombres en papeles pequeños que después abollaron y pusieron en
un cenicero, mezclaron y retiraron dos. El primero resultó ser la mujer más
joven, que se quejó de su mala fortuna. El segundo bollito descubrió al hombre de
mayor edad. Los otros tres serían asesores, divulgadores, la inteligencia del
Partido Apolítico.
—Yo creo que
lo que a la gente en sus casas le interesa escuchar es cómo surgió el APO.
—Le pido por
favor que aleje el micrófono porque me pone nerviosa.
—Sí, lo
siento. Decía, entre tantas preguntas que tengo para hacerle, algunas no las
podría decir en cámara, se destaca esa que todos queremos escuchar, ¿cómo
empezó este proyecto?
—Si no puede
decirlas en cámara eligió mal la profesión, le falta coraje para preguntar. El
APO comenzó como cualquier otro partido, como una queja. Somos una urna para
aquellos que votan porque así lo demanda la responsabilidad cívica. Para el
nihilista. Para los que no caen ante el engaño del voto en blanco. Para los que
ven víboras por políticos. El Partido Apolítico es un espacio que respalda la
democracia y el desinterés por el accionar político.
—Un
desinterés causado por…
—Los
antecedentes políticos, señor, los antecedentes políticos.
—¿Y cuáles
son sus propuestas?
—Creí haber
sido clara. No tenemos propuestas porque no queremos gobernar. Estamos para que
viva tranquilo el que no desea votar. En lo único que creemos es en la
importancia de cada voto, como una porción de confianza que cada persona da de
sí y nunca nada le es correspondido. Lo que queremos es corresponder, ser los
primeros que devuelven algo a la gente a cambio de su confianza: la
satisfacción de la responsabilidad.
—Pero la
gente puede satisfacer su responsabilidad votando a cualquier otro.
—No aquellos
que votan por votar, para sacarse de encima el sufragio. Creemos que eso daña a
las personas y perjudica a la democracia.
—¿Qué me
dice de este exponencial reconocimiento sin siquiera haber colgado un cartel?
—Que queda
en evidencia la falsa omnipotencia de la contaminación propagandística. Que se
subestima la efectividad del boca a boca.
—Pero
estamos hablando de una intención de voto del veinte por ciento en sólo cuatro
meses de campaña. No hay precedentes al respecto.
—Si quiere repito
lo que respondí antes.
—¿Y qué
tiene para decirle a los demás partidos, sobre todo aquellos que cuatro meses
atrás los atacaron sin piedad?
—Nada.
—¿Creen que
se unirá más gente a la causa?
—No lo
sabemos y tampoco nos consta.
Cualquiera
hubiera dicho que las constantes tormentas de los meses posteriores eran
consecuencia de la furia de los Partidos adversarios; como si cada insulto
trajera un trueno; cada píldora, un refusilo; cada pensamiento negativo, una
gota. Las ovejas, ¡las ovejas!, se perdían en el campo y no había forma de traerlas
al corral. Ahora los que habían sido rivales se unieron ante un poderoso
enemigo en común, y no anticiparon que este vínculo les jugaría en contra; el
pueblo los miraba y decía, son iguales, ¿pueden creerlo?, al final sólo se
mostraban diferentes, siempre fueron iguales, como dos gotas de agua. Entonces,
tarde, estos Partidos rompieron la relación y volvieron a jugar a ser
contrarios, criticando al APO cada uno desde su rincón. Indignados. ¡Indignadísimos!
Lo que habían estudiado no los preparó para afrontar esta descabellada contingencia.
Algunos pasaban noche y día buscando respuestas en el libro de la demagogia,
pero nada encontraban. Desesperados, tomaron una resolución: la inteligencia de
los Partidos, presionada por los capitanes que no sabían ya cómo maniobrar el
timón, recomendaron el aumento presupuestario de la propaganda visual. Costó
comprender la propuesta, claro, era cuestión de levantar la persiana y ver las
calles, edificios, carteles y autopistas, murales y pantallas gigantes con los
rostros de los líderes de los Partidos adversarios: ¿dónde cabía más propaganda
visual si habían ocupado todo espacio? La inteligencia de los Partidos adversarios
se defendió diciendo que en momentos trágicos es obligación romper los límites
de normal, así introdujeron propaganda dentro de los bares, en los vestíbulos
de los apartamentos, en balcones, suelas de zapatos, patios de escuelas, a lo largo
de las calles, en baldosas de vereda, árboles, perros callejeros, vagabundos,
inodoros, pizarrones, carritos de supermercado, pelotas de fútbol, automóviles,
tatuajes de brazo, almohadas, espaldas y pechos, en cajas de pizza, papel higiénico,
palomas, ratas y muchos otros sitios que no podrán ser mencionados porque el
presupuesto de palabras de este texto es mucho más limitado.
Igualmente, obliga la verdad esta aclaración, no puede
decirse que los Partidos adversarios llevaban la peor parte. Los medios de
comunicación y los grupos económicos, valga la redundancia, sostenían con la
mano temblorosa la pistola pegada a la sien en vista de los resultados de las
últimas encuestas. Sus predecesores y los predecesores antes de éstos jamás
tuvieron tamaño problema; todo marchaba como debía, nadie podía imaginar una
herida de muerte a sus intereses. Y ahora no sabían qué hacer, porque por
primera vez el dinero no solucionaría la contingencia. ¡En qué río sucio se
ahogarían sus intereses! Y sólo podrían mirar, observar, porque la caña en sus
manos azules iba sin anzuelo. Necesitaban un líder de los Partidos adversarios,
uno sólo, cualquiera, para hacer de mediador entre el cielo y el infierno,
infierno al que siempre huyeron, infierno que ayudaron a crear. Estos
presionaban a los líderes, aquellos a la inteligencia, esos al pueblo, tales
últimos no sucumbían ante la presión y así devolvían el golpe en sentido
contrario. Un caos. ¿Qué iba a ser de ellos, titiriteros inoxidables, sin su
títere en la copa del árbol?
El seis está
a mitad de camino entre el uno y el diez, casi, en realidad está más cerca del
diez, ese número del pedestal, símbolo humano de lo sobresaliente. Porque lo
obvio tiene la cualidad de no necesitar ser explicado, diremos aquí, entonces,
que lo resaltamos: seis, en su carrera al diez, es más que tres, que cuatro o
cinco; seis no es diez pero triunfa ante los dígitos predecesores. Todo esto demuestra
por qué el Partido Apolítico ganó las elecciones, con seis votos de cada diez.
Jamás hubo tanta incertidumbre ante la paradoja de que haya ganado el Gobierno,
justamente, el Partido que no quería gobernar. Pero la ley es la ley, damas y
caballeros, la democracia dicta su sentencia y hay que obedecerla. Jamás se
sabrá si las multitudes abordaron el APO por falta de convicción política o por
probar un poco de una ironía mayúscula, esto último porque sabemos que lo
irónico deshace las reglas y da sensación de libertad. Justamente ironía fue lo
que no percibieron los Partidos adversarios ni los medios de comunicación, que
vivían algo así como su Apocalipsis. Hubo trompadas y narices rotas, sobre todo
entre los líderes de los Partidos adversarios y su inteligencia, los primeros
echando culpas y los segundos recriminando que faltaron más afiches por pegar,
por ejemplo en la luna, decían unos, o en las montañas, aseguraban otros. Pero
ya nada podían hacer, sólo observar al APO en la copa del árbol y tratar, por
enésima vez, de bajarlo de un hondazo. He aquí un anticipo: no hubo hondazo
capaz; el partido que no quería gobernar, gobernó hasta el último suspiro del
último integrante.
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